Mostrando entradas con la etiqueta Buk Magazin. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Buk Magazin. Mostrar todas las entradas

jueves, 6 de febrero de 2014

Milton Humason, el mulero que aprendió a amar las galaxias

(Esta entrada se publicó primero en el número 9 de la revista Buk Magazín, que puedes leer online.)


Milton Humason, en su despacho (fuente)

Corría el año 1904 cuando empezó la construcción del observatorio astronómico Monte Wilson, en California (Estados Unidos), que pronto contaría con el telescopio más grande del mundo. Allí entró a trabajar un joven de apenas catorce años, que acababa de abandonar la escuela, y que se dedicaba a conducir las mulas que transportaban las provisiones y el equipo al observatorio. Su nombre era Milton Humason.

Además de su pasión por la montaña, este chico encontró otra razón de peso para seguir allí. Se había enamorado de Helen Dowd, la hija de uno de los ingenieros responsables de la construcción del nuevo telescopio. Y ella le correspondía. En un principio, el padre no veía con buenos ojos la relación de su hija con el joven mulero. Pero finalmente accedió y decidió ayudar al chico. Poco después de casarse, Humason entró a trabajar en el observatorio como conserje.

Vista aérea del observatorio en 2011 (fuente)

Cuenta la leyenda que, cierta noche, el ayudante del telescopio no pudo acudir a trabajar y el astrónomo de turno pidió a Humason que ocupara su puesto de manera excepcional. Humason no sólo cumplió con su cometido, sino que demostró en el manejo del instrumento una habilidad y delicadeza inusuales en alguien sin ninguna formación ni experiencia.

Siguió ejerciendo de conserje, pero por las noches empezó a estudiar las técnicas fotográficas de los astrónomos. Incluso convenció a uno de los becarios para que le diera clases de matemáticas. Su talento innato y su perseverancia hicieron el resto. Tuvo que esperar tres años hasta que fue admitido en el departamento de fotografía, pero tardó sólo dos en ser nombrado asistente de astrónomo por méritos propios.

La vida de Humason daría un vuelco cuando, poco después de la Primera Guerra Mundial, llegó un nuevo astrónomo a Monte Wilson. Se llamaba Edwin Hubble. Ambos congeniaron muy pronto y formaron una pareja científica que se compenetraba a la perfección. Humason obtenía de los telescopios las mejores imágenes posibles, que sólo el talento de Hubble era capaz de interpretar. Así llegaron a la conclusión que la Vía Láctea sólo es una más de la infinidad de galaxias que pueblan el Universo.

Edwin Hubble (fuente)

En 1929, Hubble realizó un descubrimiento más importante todavía: las galaxias, lejos de estar quietas, se estaban separando unas de otras; cuanto mayor fuese la distancia entre ellas, más rápido lo hacían. La causa debía ser que el propio Universo se expandía, arrastrando a las galaxias consigo, como si éstas estuvieran en la superficie de un enorme globo que se hincha.

El descubrimiento de Hubble, con la inestimable ayuda de Humason, supuso una auténtica revolución. La imagen de un Universo en expansión chocaba de lleno con el universo estacionario e inmutable que se creía entonces. También implicaba que, en un pasado muy lejano, las galaxias tuvieron que estar muy juntas, hasta el punto que todo el Universo habría estado comprimido en un espacio minúsculo. Fue el primer indicio de lo que hoy llamamos el Big Bang.

Cientos de galaxias aparecen en esta imagen captada
por el telescopio espacial Hubble (fuente)

Humason se pasó muchos años midiendo las distancias y velocidades entre galaxias, confirmando la hipótesis de Hubble. Sus datos sirvieron de referencia a sus colegas durante décadas. Todavía tuvo tiempo de descubrir el cometa que hoy lleva su nombre. Y llegó a ser el Secretario del Observatorio Monte Wilson que él mismo había ayudado a construir. Aquel joven mulero se había convertido ya en un astrónomo por derecho propio. Cuando murió, un 18 de junio de 1972, Humason contaba con el reconocimiento y admiración de toda la comunidad científica.


De izquierda a derecha, Milton Humason, Edwin Hubble, Charles St. John, Albert Michelson,
Albert Einstein, William W. Campbell y Walter Adams, durante la visita de Einstein al Monte Wilson en 1931 (fuente).


martes, 17 de diciembre de 2013

Gravity, la película

(Esta entrada se publicó primero en el número 7 de la revista Buk Magazin, que puedes leer online. Para quien no haya visto la película, esta entrada contiene algún pequeño spoiler.)



Dejemos una cosa clara: Gravity, dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón, es una gran película. Trepidante y angustiosa. Una de las que mejor refleja la realidad del astronauta. Un espectáculo visual que hay que disfrutar en pantalla grande y, a ser posible, en 3D. Una película en la que –nunca pensé que diría esto- hasta Sandra Bullock está bien. Muy bien.


Pero claro, también es una película de temática espacial, y en los últimos años no hay película de este género que no cometa diversas pifias desde el punto de vista científico. ¿Será Gravity una más o se habrán preocupado de cuidar este aspecto?

Repasemos brevemente el argumento. La película narra la historia de dos astronautas, Ryan Stone y Matt Kowalsky (Sandra Bullock y  George Clooney, respectivamente), que forman parte de la misión STS-157 del transbordador Explorer, cuyo objetivo es reparar el telescopio espacial Hubble. Todo se complica cuando, a punto de terminar la misión, les sorprende una lluvia de fragmentos causados por la explosión de un satélite ruso.  


Una de las cosas que me ha chocado es que el telescopio Hubble, la Estación Espacial Internacional (ISS) y la estación china Tiangong se ven en el mismo plano. Primer error de bulto: el Hubble se encuentra a 563 km de altitud, la ISS a 370 km y la Tiangong a unos 355 km. No sólo es que estén a diferente altura (y, por tanto, se muevan a distintas velocidades), sino que sus órbitas tienen diferente inclinación. En la realidad sería imposible pasar de una a otra usando una simple mochila propulsora, ni siquiera con una nave Soyuz. Incluso para el George Clooney de turno.


Luego está la escena en la que Clooney suelta la correa del paracaídas que sujeta Bullock y se aleja sin remedio. Podríamos imaginarnos la misma escena con los mismos protagonistas en lo alto de un edificio, aquí en la Tierra, con la fuerza de la gravedad tirando hacia abajo. Pero resulta que allá arriba están en gravedad cero. Eso significa que no hay ninguna fuerza neta que tire de Clooney. Ambos protagonistas están en reposo. Un simple tirón por parte de Sandra Bullock hubiese puesto fin a esta dramática escena.


A pesar de estos dos errores de bulto y otros detalles menores, la película es bastante realista. Aunque el argumento pueda parece de ciencia-ficción, lo cierto es que la basura espacial es un problema cada vez más grave de la órbita terrestre; la ISS ya ha tenido que hacer una decena de maniobras en los últimos años para esquivar trozos de chatarra. Por otro lado, el nivel de detalle de los vehículos espaciales es increíble, tanto por fuera como por dentro. (Los manuales de vuelo que consulta la Bullock en la Soyuz, por ejemplo, existen realmente.) También llama la atención las fabulosas vistas de nuestro planeta, con auroras, puestas y salidas de sol y las luces de las ciudades. Nada que envidiar a las espectaculares imágenes que toman los astronautas desde la ISS. Y el silencio que lo rodeo todo, convertido en un protagonista más. Porque como se dice al principio de la película, “A 600 kilómetros sobre el planeta Tierra no hay nada que transmita el sonido”.


En definitiva, con sus aciertos y sus fallos, Gravity es la prueba de que se puede hacer buen cine y tener un mínimo rigor científico.


sábado, 16 de noviembre de 2013

Las apuestas de Stephen Hawking

(Esta entrada apareció publicada en el número seis de la revista Buk Magazin, que puedes leer online.)

Stephen Hawking, en Los Simpsons (fuente)

El físico inglés Stephen Hawking es uno de los científicos más importantes y famosos de la actualidad. No sólo por su trabajo en cosmología, estudiando el Big Bang y los agujeros negros, sino también por su labor divulgativa; sus libros han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. La imagen de Hawking, que está postrado en una silla de ruedas y habla a través de un ordenador desde hace décadas, es ya un icono popular que ha trascendido de los círculos científicos.

Lo que no es tan conocido es que a Hawking le encanta hacer apuestas con sus colegas sobre asuntos científicos, aunque a la vista de los resultados hay que reconocer que no se le da tan bien como la física teórica. Ya en 1975, Hawking apostó contra Kip Thorne que la fuente de rayos X Cygnus X-1 no contenía un agujero negro. En caso de ganar, Thorne conseguiría una suscripción anual a la revista Penthouse, mientras que si Hawking tenía razón obtendría una suscripción a la revista satírica Private Eye durante cuatro años. En esta ocasión podríamos decir que Hawking se cubrió las espaldas. Como él mismo explica en su famoso libro Historia del Tiempo, sería una desgracia para él si los agujeros negros no existiesen, después de todo el tiempo que les ha dedicado. En tal caso, al menos tendría el consuelo de ganar la apuesta y disfrutar de Private Eye. La apuesta todavía tiene que resolverse, aunque los científicos están seguros al 99 por ciento de que Cygnus X-1 contiene un agujero negro.

El original de la apuesta sobre Cygnus X-1 (fuente)

De nuevo Thorne, junto con John Preskill, fue el protagonista de la siguiente apuesta de Hawking en 1991. Hawking aseguraba que nunca podríamos observar directamente un agujero negro, porque nada puede escapar de él, ni siquiera la luz. Sin embargo, en 1997 se demostró matemáticamente que, bajo determinadas circunstancias concretas y muy improbables, seríamos capaces de ver el corazón de un agujero negro, un punto infinitamente pequeño con una densidad infinitamente grande. Esto es lo que se conoce en el argot como una singularidad desnuda. Hawking aceptó a regañadientes que había perdido y pagó los 100 dólares a sus colegas. También tuvo que imprimir camisetas con un eslogan admitiendo la derrota. Hawking escogió “La Naturaleza aborrece las singularidades desnudas”, lo que en parte también era una reivindicación de su punto de vista.

Representación artística de un agujero negro (fuente)

Ese mismo año, Thorne cambió de bando y se alió con Hawking, apostando ambos contra Preskill que un agujero negro destruye para siempre toda la información que cae en él. Preskill, en cambio, creía que existe un mecanismo por el que esa información sí se podría recuperar. Por increíble que resulte, se ha demostrado que Preskill tenía razón: existe un proceso, que irónicamente el propio Hawking demostró, por el cual un agujero negro se evapora muy lentamente, y al hacerlo emite parte de esa información que se daba por perdida. En 2004 Hawking hizo entrega de su regalo a Preskill, una enciclopedia de béisbol. Según el contenido de la apuesta, “el perdedor debía pagar su deuda con la enciclopedia que eligiera el ganador, de la que la información se puede recuperar cuando se desee”.

Preskill, recogiendo su enciclopedia de béisbol (fuente)

Hace algo más de una década, en 2000, Hawking se jugó cien dólares con el físico estadounidense Gordon Kane a que nunca se encontraría el bosón de Higgs, la elusiva partícula del modelo estándar que daría masa al resto de partículas elementales. Después de años de búsqueda, el LHC del CERN confirmó oficialmente su descubrimiento el verano de 2012. Poco después, Hawking admitía su derrota con un lacónico “parece ser que he perdido 100 dólares”, a la vez que felicitaba a los científicos del CERN.


Todo esto no desmerece la enorme labor científica de Hawking, eterno aspirante a premio Nobel y capaz por sí solo de cambiar nuestra visión del Universo. Otra cosa es que ésta sea la última apuesta que pierda... ¿Te juegas algo? 

martes, 22 de octubre de 2013

Caroline Herschel, la mujer que descubrió 560 estrellas

(Esta entrada se publicó primero en el número 5 de la revista Buk Magazin, que salió el pasado mes de septiembre y que puedes leer íntegramente online.)

Caroline Herschel, 1750-1848 (fuente)

El destino de Caroline Herschel parecía ya escrito al poco de nacer, el 16 de marzo de 1750, en la ciudad alemana de Hannover. Un ataque de viruela con solo tres años y otro de tifus a los diez frenaron su crecimiento y la dejaron marcada físicamente. Sin apenas posibilidades de casarse, su madre, una mujer rígida y severa, la educó para dedicarse a las labores del hogar y cuidar de sus hermanos. ¿Acaso una mujer como ella podía aspirar a otra cosa?

Por suerte, el padre de Caroline, músico de profesión, no pensaba lo mismo. Se las arregló para darle a su hija clases de música y enseñarle a leer el cielo nocturno, a escondidas de la madre. El tiempo acabaría dándole la razón.

Fue en 1772 cuando la suerte de Caroline empezó a cambiar. Su hermano William, un destacado organista y director de orquesta en la ciudad inglesa de Bath, le invitó a vivir con ella. Caroline no lo dudó y emigró a las Islas, escapando al fin del yugo materno.

William Herschel, 1738-1822 (fuente)

Justo por aquella época, William empezó a interesarse por la astronomía, una afición que fue creciendo con el tiempo. Durante el día se ganaba la vida como músico. Pero al caer la tarde dejaba de lado su profesión y se entregaba a su nueva pasión. Y todo ello con la inestimable ayuda de Caroline, tanto en las observaciones nocturnas como en la construcción del telescopio que usaba.

Y entonces, en 1782, la vida de los dos hermanos Herschel dio un vuelco. William descubrió un nuevo planeta, Urano, y el rey Jorge III, en agradecimiento, le nombró Astrónomo Real, con un salario de 200 libras al año. A partir de ese momento los dos hermanos abandonaron sus respectivas ocupaciones y se dedicaron por completo al estudio del firmamento. William era, sin duda, quien llevaba la voz cantante, pues manejaba los instrumentos y miraba por el telescopio. Pero la que preparaba las observaciones a diario, la que acumulaba los datos y realizaba los cálculos matemáticos era Caroline.

William y Caroline, trabajando codo con codo (fuente)

En 1786, Caroline tenía ya un pequeño observatorio de su propiedad, y podía mirar por el telescopio sin esperar a que su hermano estuviera de viaje. Ese mismo año encontró su primer cometa y, durante los años siguientes, descubrió otros siete más, así como otros muchos objetos celestes, tales como nebulosas, galaxias y cúmulos de estrellas. Incluso añadió 560 estrellas al famoso catálogo “Índice de observaciones de estrellas fijas”, realizado por el astrónomo británico John Flamsteed a principios del siglo XVIII.

A pesar de los prejuicios de la época hacia las mujeres, la reputación de Caroline fue creciendo y en la última parte de su vida se sucedieron los reconocimientos. En 1828 recibió la medalla de oro de la Royal Astronomical Society y, siete años más tarde, fue nombrada miembro honorario de esta sociedad. En 1838 fue nombrada miembro honorario de la Academia Real de Irlanda y en 1846 el rey Federico-Guillermo IV de Prusia le otorgó la Medalla de Oro de la Ciencia.

La anciana Caroline (fuente)

Murió el 9 de enero de 1848, cuando contaba con 97 años. En su tumba se puede leer el epitafio que la propia Caroline escribió: “Los ojos de ella, en la gloria, están vueltos hacia los cielos estrellados”.


jueves, 19 de septiembre de 2013

Buk Magazín y la divulgación científica

Lo reconozco. Esta entrada debería haber salido la semana pasada y la de la semana pasada, ahora. Pero me pudo la impaciencia. Estaba deseando compartir con vosotros mi primera colaboración con la revista Buk Magazín. Ahora que ya lo he hecho, es el momento de dar explicaciones.


Para el que no la conozca, Buk Magazín es una revista cultural que incluye información de actualidad, así como reseñas y artículos sobre literatura, cine y música. “La cultura en estado efervescente” es su eslógan, y ésta es su declaración de intenciones.

La directora de la revista es Diana P. Morales, a la que conozco desde hace ya unos cuantos años. En mayo, con la revista recién creada, me pidió ayuda para promocionar uno de los concursos que lanza periódicamente. En esta ocasión, se trataba de un certamen de nanorrelatos de ciencia-ficción por twitter. Original, ¿verdad? El hashtag fue #Emc2, por si quieres consultarlo. De verdad que merece la pena.


El caso es que, hablando de esto y de lo otro, me propuso colaborar con ellos en la revista y tener mi propia columna de ciencia. Acepté, por supuesto. ¿Quién podría decir que no a semejante propuesta? Es una alegría que una revista como ésta quiera dedicarle un par de páginas mensuales a la divulgación científica, y un orgullo que hayan pensado en mí para la tarea.

Un punto importante era el nombre de la columna. En Buk se intenta que tengan un toque de humor. La de cine, por ejemplo, se llama "Celuloide pegamoide". Otra dedicada a letras de canciones tiene por nombre "Me dijiste cántame". Después de algún intento fallido que me guardo en la recámara, me decidí por “El último pasajero del Nostromo”, en referencia a la nave espacial de la película Alien, el octavo pasajero, que a su vez es un homenaje a la novela del mismo nombre de Joseph Conrad. Vale, no es gracioso, pero a mí me gusta. Y a Diana también.

La impresionante maqueta del Nostromo (fuente)

¿Qué podrás leer en El último pasajero del Nostromo? Un poco de todo, supongo. Seguro que habrá física, sí, pero no sólo física. También matemáticas, química, biología,... Contaré anécdotas curiosas y recuperaré la historia de científicos y científicas poco conocidos. E intentaré comentar también las últimas novedades científicas. Lo que haga falta, con tal de acercar la ciencia a los lectores .

En la actualidad, la revista se publica mensualmente, en formato digital, y se puede leer de forma gratuita online. Pero el objetivo es mucho más ambicioso, porque Buk Magazin quiere llegar a la imprenta. Y para ello iniciará en las próximas semanas una campaña de crowdfunding como empujón para dar el gran salto. La idea es que este otoño consiga salir a la calle. Casi nada, en los tiempos que corren.

Mucha suerte a la revista en su andadura y muchas gracias por hacerle un hueco a la divulgación científica.


jueves, 12 de septiembre de 2013

La importancia de las unidades de medida

(Esta es mi primera colaboración con la revista Buk Magazín, que fue publicada en el pasado número de verano y que podéis leer online al completo. Además de las imágenes, esta entrada tiene algunas pequeñas variaciones que finalmente no entraron en la versión definitiva.)


¿Quién no recuerda aquellos problemas de las clase de matemáticas que nos volvían locos cuando éramos pequeños? “¿Cuántos decímetros equivalen a 20 metros?” “¿Cuántos metros cúbicos de agua caben en una piscina que tiene tanto de alto, de ancho y de profundo”? Y le preguntábamos desesperados al profe o a nuestros padres… ¿pero para qué sirve esto en la vida?


Esta historia trata precisamente sobre la importancia que puede tener equivocarse en un problema como ese, al manejar unidades de medida como kilómetros, metros y pulgadas. Pero el fallo no lo cometió ningún estudiante de bachillerato, sino los ingenieros de la NASA.  Y costó la friolera de 125 millones de dólares.

Todo empezó el 11 de diciembre de 1998, cuando la NASA lanzó desde Cabo Cañaveral la sonda espacial Mars Climate Orbiter (MCO). Su misión consistía en estudiar el clima del planeta rojo, en particular el agua y el dióxido de carbono, y obtener evidencias de cómo fue el clima en el pasado. La MCO se quedaría orbitando alrededor de Marte, y así serviría también de estación de comunicaciones para la llegada de su compañera, la Mars Polar Lander, que aterrizaría en el planeta rojo poco después. La misión estaba programada para durar un año completo marciano, algo menos de dos años terrestres.

Trayectoria de la misión (NASA)
Después de más de nueve meses de viaje interplanetario, y cuando ya solo faltaban unos pocos días para llegar al destino, los ingenieros de la NASA se dieron cuenta de que algo no iba bien. A medida que se aproximaba a Marte, la MCO se apartaba cada vez más de su trayectoria prevista, acercándose de forma peligrosa al planeta. Hasta que sucedió lo peor. En lugar de pasar a 226 kilómetros de altura de la superficie, la MCO pasó a solo 57 kilómetros. La sonda no estaba preparada para entrar a tan baja altura, y el rozamiento con la atmósfera marciana la desintegró por completo. 

El fallo en la maniobra de aproximación (NASA)
Las distintas maniobras de aproximación a Marte (NASA)

El descenso, tal y como estaba previsto (NASA)

¿Por qué ocurrió el desastre? El informe de la comisión de investigación no dejó lugar a dudas. La causa fue ¡un error en los sistemas de unidades escogidos por los equipos de la misión! Al parecer, el equipo encargado de programar los sistemas de navegación de la sonda usó el Sistema Internacional de Unidades (el heredero del sistema métrico decimal) para realizar sus cálculos, mientras que el equipo que diseñó y construyó la MCO utilizó el sistema anglosajón, que se basa en pulgadas, onzas y otras unidades similares. Al intercambiarse los datos, nadie aclaró qué sistema de unidades se estaba utilizando y cada uno creyó que el otro usaba el suyo mismo.

El resultado fue que los ordenadores de la MCO realizaron los cálculos de aproximación a Marte de forma errónea. Cada vez que la sonda espacial encendía sus motores para rectificar la marcha, en realidad se estaba acercando un poco más a su trágico destino. Un error bochornoso.
La única imagen de Marte captada por la MCO (NASA)

La lección es evidente: las unidades que tantos dolores de cabeza nos causaron de pequeños son importantes… ¡y bien importantes!