Este trozo de papel de la imagen forma parte de un capítulo fundamental en la vida de Albert Einstein: es su tarjeta de desembarco cuando llegó a Gran Bretaña en 1933 huyendo de la Alemania nazi.
Esta tarjeta había pasado casi ochenta años olvidada en los almacenes del Aeropuerto de Heathrow. Hace unos meses, el Museo Marítimo Merseyside de Liverpool preparaba una exposición sobre aduana e inmigración. Buscando algún documento que pudiese encajar en ella, la comisaria de la exposición, Lucy Gardner, encontró este documento excepcional. El diez de mayo de 2011, la tarjeta fue exhibida en público por primera vez.
El documento, que todo extranjero que entraba en Gran Bretaña debía rellenar, demuestra que Einstein llegó a Dover el 26 de mayo de 1933 después de partir de Ostende (Bélgica), seguramente en el barco Princess Josephine Charlotte. Dejando de lado los datos obvios como el nombre, año de nacimiento y sexo, me llama la atención que se declare a sí mismo como profesor, eso sí, de nacionalidad suiza (Einstein era ciudadano del país helvético desde 1901, habiendo renunciado a su nacionalidad alemana varios años antes). Como se indica en el documento, Einstein se dirigía a Oxford, una ciudad que ya conocía por dos visitas anteriores al Christ Church, y en donde pensaba dar una serie de charlas.
Del documento no se puede decir mucho más, salvo que es la excusa perfecta para relatar brevemente aquellos meses tan convulsos en la vida de Einstein.
El principio del horror
El comienzo es, desgraciadamente, bien conocido. El 30 de enero de 1933 el influenciable y anciano presidente Hindenburg (contaba entonces con 85 años) se dejó convencer por una coalición de políticos nazis y de derechas para nombrar canciller a Adolf Hitler, el líder de origen austriaco del partido nazi.
A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitaron. El 27 de febrero de 1933 se quemó el Reichstag. Aunque nunca se sabría la autoría de esta acción, Hitler acusó a los comunistas de intentar un golpe de estado y declaró la ley marcial. La jugada le salió a la perfección: apenas una semana después, Hitler obtuvo el respaldo de casi veinte millones de alemanes en las urnas, lo que suponía el cuarenta y cuatro por ciento de los votos. Pero todavía necesitaba dos tercios de los escaños para llevar a cabo sus planes. Lo consiguió gracias al apoyo de los conservadores y arrestando a todos los diputados comunistas y algunos socialistas. Entonces prescindió de la constitución y se proclamó dictador.
Así murió la breve república liberal de Weimar y nació un estado policial fascista, el Tercer Reich. En apenas unos meses, Hitler acabó con la libertad de expresión, reunión y asociación, el respeto a la propiedad privada, la libertad de prensa y la inviolabilidad de domicilio, correspondencia y conversaciones telefónicas. Consiguió disolver todos los partidos políticos rivales, construyó campos de concentración para los oponentes a los que no eliminó directamente, y mandó a la policía secreta (la temible GESTAPO) en busca de los que habían intentado escapar.
Einstein en Estados Unidos
La subida de Hitler al poder en Alemania pilló a Einstein muy lejos de allí. A principios de ese mes de enero había viajado a Estados Unidos para una breve estancia de dos meses en el Instituto de Tecnología de California (también conocido como Caltech). Su llegada al país norteamericano tampoco había sido para tirar cohetes. Una Corporación de Mujeres Patrióticas intentó impedir que aquel “rojo radical y extranjero” (sic) pisara suelo estadounidense, amparándose en la Ley de Exclusión y Deportación de Extranjeros, que prohibía la entrada en ese país de anarquistas o de quienes escribieran, hablaran o pensaran como tales.
Afortunadamente, este colectivo femenino no logró su propósito y un bullicioso comité de bienvenida formado por periodistas y fotógrafos subieron a bordo en cuanto atracó el barco donde venía. Einstein eludió responder a cualquier tema polémico, como la ley seca que todavía imperaba en Estados Unidos -Roosvelt la derogaría finalmente ese año- y dejó esta perla para la posteridad: “Estoy seguro de que el universo se está expandiendo”. (Recordemos que inicialmente Einstein ajustó las ecuaciones de la Relatividad General para que diesen lugar a un universo estático, pero que más tarde se arrepintió, calificándolo como el mayor error de su carrera.)
Tras completar la estancia de dos meses en Caltech, Einstein regresó a Nueva York en tren. Antes de coger el barco de vuelta a Alemania, se enteró que los nazis habían registrado su piso de Berlín. El cónsul alemán en Estados Unidos, Paul Schwartz, le hizo una advertencia: “Si vas a Alemania, te arrastrarán de los pelos por las calles”. Era una forma suave de decir cuál sería su suerte a la vuelta.
Lejos de amedrentarse, Einstein declaró públicamente en marzo de 1933 su posición respecto a lo que estaba ocurriendo en Alemania: “Mientras se me permita elegir, sólo viviré en un país en el que haya libertades políticas, tolerancia e igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Estas condiciones no existen en Alemania hoy.” De esta manera, Einstein rompía con la nación que le vio nacer, renunciando para empezar a su cargo en la Academia Prusiana de Ciencias.
La situación en Alemania
La información que había recibido Einstein era algo inexacta. Las tropas de asalto no habían registrado su piso de Berlín una vez, sino cinco veces en dos días. Por suerte, la hijastra de Einstein, Margot, había llevado los documentos más importantes a la embajada francesa en Berlín de forma clandestina y los nazis salieron con las manos vacías. Enrabietados por este fracaso, cercaron también su casa de campo en Caputh, escudándose en que un soplón había afirmado que Einstein, pacifista declarado, escondía allí armas y municiones pertenecientes a los comunistas. Las tropas tampoco encontraron nada en un primer momento, pero al final, tras rastrear la casa palmo a palmo, consiguieron la prueba que buscaban: ¡un cuchillo de pan!
La campaña pública de acoso y derribo a Einstein siguió su curso. Los periódicos de Berlín informaron que el científico estaba divulgando historias atroces en el extranjero y que mentía acerca del maltrato a los judíos. Las propiedades de Einstein fueron embargadas y se ofreció una recompensa por su captura como enemigo del estado. Sus libros se quemaron en piras por toda Alemania, junto con los de otros ilustres judíos como Freud o Rathenau. Fue entonces cuando el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, afirmó aquello de que el intelectualismo judío había muerto.
¿Y sus colegas de profesión? La mayoría no eran nazis, pero sí muy patriotas; lamentaban las declaraciones de Einstein, aunque algunos intentaron dar la cara por él en esos primeros meses del horror. Max Planck, por ejemplo, llegó a entrevistarse con Hitler en mayo de 1933 para hacerle entender que la emigración de judíos debilitaría a la ciencia alemana. Hitler le dijo que no tenía nada en contra de los judíos, al contrario, ¡que él los estaba protegiendo! Acto seguido montó en cólera y dio por finalizada la reunión.
Pero unos pocos científicos aprovecharon la ocasión para atacar duramente a Einstein. El caso más sangrante fue el de Philipp Lenard, físico ganador del Premio Nobel de 1905 y enemigo declarado de Einstein. A pesar de su intelecto, Lenard fue capaz de soltar esta barbaridad en un periódico de ideología nazi: “El ejemplo más importante de la peligrosa influencia de los círculos judíos en el estudio de la naturaleza lo ofrece Einstein con sus teorías de matemáticas chapuceras”. Lenard fue un gran científico, pero un siniestro personaje.
Esos pocos científicos exaltados consiguieron someter al resto de sus colegas. La Academia Prusiana de Ciencias hizo pública una declaración en la que, entre otras lindezas, afirmaba sentirse “particularmente molesta por las actividades de agitador que Einstein lleva a cabo en países extranjeros. […] Por esta razón, no existen motivos para lamentar la renuncia de Einstein.” ¿Qué se puede decir de un grupo de científicos que se permite el lujo de prescindir de uno de los científicos más grandes de todos los tiempos?
Breve regreso a Europa
De vuelta a Europa, Einstein se instaló en Le Coq-sur-mer, una pequeña localidad de Bélgica en la costa atlántica, bajo la protección de los reyes belgas. Después de una breve visita a Suiza, donde vio por última vez a su hijo y a Mileva (su pareja durante muchos años y de la que se había separado en 1930), cruzó el Canal de la Mancha y llegó a Dover. En Inglaterra dio varias conferencias e intentó recaudar fondos para los refugiados.
Finalmente, el 7 de octubre de 1933 partió de Southampton hacia Nueva York para ocupar un puesto de profesor en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Nunca más volvería a pisar Alemania.
NOTA: Esta entrada participa en la XXV Edición del Carnaval de la Física, que en su segundo aniversario regresa a su blog fundador, Gravedad Cero.
NOTA: Esta entrada participa en la XXV Edición del Carnaval de la Física, que en su segundo aniversario regresa a su blog fundador, Gravedad Cero.
REFERENCIAS:
- J.M. Sánchez Ron, El poder de la ciencia. Crítica, 2011.
- D. Brian, Einstein. Acento Editorial, 2005.
- R. Highfield, P. Carter, Las vidas privadas de Albert Einstein. Ediciones Folio, 2003.
La historia es fascinante. Uno no puede dejar de pensar que hubiera pasado si esa mente brillante se nos iba antes de darse a conocer al mundo. Y además la tarjeta de pasaje se parece a los pasajes a Brasil que sacó mi abuelo también huyendo de Alemania durante la guerra. Una reliquia!
ResponderEliminarLore