(Esta entrada se publicó primero en el número 5 de la revista Buk Magazin, que salió el pasado mes de septiembre y que puedes leer íntegramente online.)
El destino de Caroline Herschel parecía ya escrito al poco de nacer, el 16 de marzo de 1750, en la ciudad alemana de Hannover. Un ataque de viruela con solo tres años y otro de tifus a los diez frenaron su crecimiento y la dejaron marcada físicamente. Sin apenas posibilidades de casarse, su madre, una mujer rígida y severa, la educó para dedicarse a las labores del hogar y cuidar de sus hermanos. ¿Acaso una mujer como ella podía aspirar a otra cosa?
Caroline Herschel, 1750-1848 (fuente) |
El destino de Caroline Herschel parecía ya escrito al poco de nacer, el 16 de marzo de 1750, en la ciudad alemana de Hannover. Un ataque de viruela con solo tres años y otro de tifus a los diez frenaron su crecimiento y la dejaron marcada físicamente. Sin apenas posibilidades de casarse, su madre, una mujer rígida y severa, la educó para dedicarse a las labores del hogar y cuidar de sus hermanos. ¿Acaso una mujer como ella podía aspirar a otra cosa?
Por suerte,
el padre de Caroline, músico de profesión, no pensaba lo mismo. Se las arregló
para darle a su hija clases de música y enseñarle a leer el cielo nocturno, a
escondidas de la madre. El tiempo acabaría dándole la razón.
Fue en 1772 cuando la suerte de Caroline empezó a cambiar. Su hermano
William, un destacado organista y director de orquesta en la ciudad inglesa de
Bath, le invitó a vivir con ella. Caroline no lo dudó y emigró a las Islas,
escapando al fin del yugo materno.
Justo por aquella época, William empezó a interesarse por la astronomía,
una afición que fue creciendo con el tiempo. Durante el día se ganaba la vida
como músico. Pero al caer la tarde dejaba de lado su profesión y se entregaba a
su nueva pasión. Y todo ello con la inestimable ayuda de Caroline, tanto en las
observaciones nocturnas como en la construcción del telescopio que usaba.
Y entonces,
en 1782, la vida de los dos hermanos Herschel dio un vuelco. William descubrió
un nuevo planeta, Urano, y el rey Jorge III, en agradecimiento, le nombró
Astrónomo Real, con un salario de 200 libras al año. A partir de ese momento los
dos hermanos abandonaron sus respectivas ocupaciones y se dedicaron por
completo al estudio del firmamento. William era, sin duda, quien llevaba la voz
cantante, pues manejaba los instrumentos y miraba por el telescopio. Pero la
que preparaba las observaciones a diario, la que acumulaba los datos y
realizaba los cálculos matemáticos era Caroline.
En 1786,
Caroline tenía ya un pequeño observatorio de su propiedad, y podía mirar por el
telescopio sin esperar a que su hermano estuviera de viaje. Ese mismo año encontró
su primer cometa y, durante los años
siguientes, descubrió otros siete más, así como otros muchos objetos celestes, tales como nebulosas, galaxias y
cúmulos de estrellas. Incluso añadió 560 estrellas al famoso catálogo “Índice
de observaciones de estrellas fijas”, realizado por el astrónomo británico John
Flamsteed a principios del siglo XVIII.
Murió el 9
de enero de 1848, cuando contaba con 97 años. En su tumba se puede leer el
epitafio que la propia Caroline escribió: “Los ojos de ella, en la gloria, están vueltos hacia los cielos
estrellados”.
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