(Esta entrada se publicó primero en el número 20 de la revista Buk Magazín, que puedes leer online.)
Vera
Rubin nació en 1928 en Filadelfia (Pensilvania). Sus padres, Philip
y Rose, se habían conocido en la Bell
Telephone Company.
En 1933, Philip, ingeniero electrónico, abandonó la empresa porque
no se sentía útil. Después de pasar por varios empleos temporales,
consiguió trabajo en Washington, adonde se trasladó la familia en
1938.
La habitación de Vera tenía una enorme
ventana orientado al norte. Acostada en su cama, observaba las
estrellas durante horas, y llegó a pasar noches en vela esperando la
visión fugaz de un meteorito. Con ayuda de su padre, construyó un
telescopio con el que seguir descubriendo los secretos del cielo
nocturno. Aunque apenas tenía once años, ya sabía que dedicaría
su vida a la astronomía.
Su paso por la escuela fue más bien
discreto. Destacaba en matemáticas, otra de sus pasiones, pero no
consiguió hacerlo en ciencias. Le concedieron una beca para estudiar
en la Universidad femenina de Vasaar. Cuando su profesor de física
se enteró, le dio un consejo: “Mientras permanezcas alejada de la
ciencia, todo irá bien”. Vera demostraría lo equivocado que
estaba.
Después del terrible paréntesis de la
Segunda Guerra Mundial, Vera retomó sus estudios. Entró como
ayudante en el Departamento de Astronomía y aprendió a manejar los
instrumentos propios de su profesión. Hizo un máster en la
Universidad de Cornell en 1950. Su tesis planteaba una hipótesis
audaz para la época, según la cual el universo experimenta un
movimiento de rotación alrededor de un eje central, y no se limitaba
a expandirse desde un punto, tal y como postulaba el Big Bang.
La
tesis recibió multitud de críticas, pero Vera no se desanimó.
Continuó sus estudios en la Universidad de Georgetown, donde se
doctoró en 1954 tras recibir clases nocturnas, mientras su marido la
esperaba en el coche porque ella no sabía conducir. Durante los años
siguientes se abrió paso en el mundo de la astronomía profesional.
Trabajó en Georgetown y en California. Asistió a reuniones y cursos
con los mejores astrónomos de la época. Y empezó a manejar los
telescopios de los observatorios punteros del país, como Kitt
Peak o Palomar.
En
1970, Vera decidió estudiar, junto con el astrónomo Kent Ford, la
velocidad de rotación de las estrellas en nuestra vecina galaxia
espiral de Andrómeda. Para su sorpresa descubrieron que, a pesar de
que la mayoría de las estrellas se acumulaban en el centro, las
estrellas de los extremos giraban igual de rápido, aunque la acción
de la gravedad debía ser mucho menor.
Esto apuntaba a la presencia de una materia invisible, que no
interaccionaba con la luz, pero cuyos efectos gravitatorios sí eran
apreciables. Los datos de otras decenas de galaxias espirales
analizadas por Vera y Kent confirmaron esta asombrosa hipótesis.
Con
el paso de los años se han ido acumulando numerosas pruebas de la
existencia de esta materia oscura, cuya proporción con
respecto a la materia ordinaria es de 10 a 1. Todavía se desconoce
su naturaleza, pero todo
indica que consiste en algún tipo de partícula elemental aún no
descubierta, que abriría las puertas de una nueva física.
Mientras
tanto, los reconocimientos a la labor de Vera se han ido sucediendo.
En 1981 fue elegida miembro de la National
Academy of Sciences.
En
1993 recibió la National
Medal of Science y
en el 2008 le concedieron el Richtmyer
Memorial Award.
A sus 86 años, puede que lo mejor esté todavía por llegar: el
día en que sepamos qué es la materia oscura, habrá un Premio Nobel
de física esperándola.
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