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lunes, 30 de enero de 2017

Vesto Slipher (I): La expansión del universo

Vesto Slipher, en 1909 | Fuente

Vesto Melvin Slipher nació el 11 de noviembre de 1875 en una granja de Mulberry, Indiana. Poco es lo que sabemos sobre su infancia y juventud, salvo que creció fuerte y vigoroso. Se licenció primero en una escuela secundaria en Francfort, Indiana y más tarde en la universidad de Indiana, donde recibió un título de grado en mecánica y astronomía en 1901, un título de máster en 1903 y un doctorado en 1909.

En 1901, uno de sus profesores de la universidad le recomendó a Percival Lowell, el excéntrico millonario que había construido, pagado de su propio bolsillo, un observatorio en la localidad de Flagstaff, Arizona. Su principal objetivo era encontrar pruebas de la existencia de vida en Marte, algo que él daba por seguro. Sin mucho entusiasmo, Lowell accedió a contratar a Slipher como su asistente. Sus funciones incluían encargarse del huerto de Lowell mientras él estuviera ausente (algo habitual pues solía acudir a Boston por temas de negocios), además de cuidar a Venus, la vaca del observatorio, y sus terneros. Nadie hubiese apostado entonces que pasaría más de cincuenta años trabajando en aquel observatorio.

Lowell y Slipher, juntos en el centro de este grupo en 1905 | Fuente

Al poco de empezar, llegó al observatorio un espectrógrafo encargado por Lowell, quien asignó a Slipher la tarea de montarlo en el telescopio y aprender a usarlo. Este aparato permitía estudiar las líneas espectrales en la luz procedente de las estrellas y otros objetos celestes. Estas líneas espectrales son las huellas que los distintos elementos químicos dejan en la luz durante su camino hasta la Tierra, en forma de líneas oscuras a determinadas longitudes de onda. Si la fuente de luz se mueve con respecto al observador, la longitud de onda registrada se desplaza hacia longitudes de onda mayores (más rojas) en el caso de que el objeto se aleje del observador, y a longitudes de onda menores (más azules) si el objeto se aproxima al observador. Midiendo este desplazamiento, se puede calcular la velocidad de una fuente de luz con respecto al observador.

Desplazamiento al rojo de las longitudes de onda | Fuente

A principios del siglo XX, uno de los temas candentes entre la comunidad científica era la naturaleza de las llamadas nebulosas espirales. Hasta entonces, los telescopios no habían sido capaces de revelar muchos detalles acerca de su estructura interna. A simple vista parecían nubes de polvo y gas, pero su luz tenía características similares a la de las estrellas, aunque no se apreciaba la existencia de ninguna. Los astrónomos estaban desconcertados. Algunos pensaban que eran vastas agregaciones de estrellas, situadas más allá de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Otros creían que eran sistemas planetarios en formación.

En 1909, Slipher ya era un experto en el manejo del espectrógrafo cuando fijó su atención en las nebulosas espirales; una de las primeras fue M31, la nebulosa de Andrómeda. Su luz era tan tenue que tuvo que aumentar la sensibilidad del espectrógrafo a costa de reducir el tamaño de la placa fotográfica al de la uña de un pulgar, lo que le obligaba a usar un microscopio para analizarlo. Entre noviembre y diciembre de 1912, Slipher realizó varias observaciones tras las que llegó a una conclusión extraordinaria: la luz de Andrómeda estaba desplazada hacia el extremo azul del espectro y, según sus cálculos, ¡se estaba acercando a nosotros a 300 kilómetros por segundo! Era una velocidad enorme, diez veces superior a la media de las estrellas de nuestra galaxia. Tanto que el propio Slipher dudó del resultado.

Andrómeda en todo su esplendor | Fuente

Lowel animó a Slipher a que observara más nebulosas espirales. La siguiente fue la nebulosa del Sombrero (NGC 4594), en la constelación de Virgo. En este caso, Slipher obtuvo una velocidad todavía mayor, 1.000 km por segundo, pero en dirección contraria a nosotros. Con el paso de los meses empezó a acumular datos de otras nebulosas espirales. A mediados de 1914 se estaba empezando a manifestar una tendencia: la mayor parte de las nebulosas se alejaban de nosotros, no se acercaban. Andrómeda era una notable excepción. Había otra conclusión igual de sorprendente: las enormes velocidades de las nebulosas implicaban que estas no podían pertenecer a la Vía Láctea, ya que el campo gravitatorio de nuestra galaxia sería incapaz de retenerlas.

En la decimoséptima reunión de la American Astronomical Society celebrada del 25 al 28 de agosto de 1914 en la Universidad Northwestern, Slipher presentó los resultados obtenidos durante varios años de intenso trabajo, en los que había medido las velocidades de 15 nebulosas espirales. La velocidad media que había encontrado era de 400 kilómetros por segundo; solo tres de las nebulosas se aproximaban; el resto se alejaban. Las extraordinarias noticias de Slipher pusieron en pie a los asistentes, entre ellos figuras consagradas de la astrofísica como H. N. Russell, E. C. Pickering o George C. Comstock. Entre el público, un joven astrónomo quedó especialmente impresionado por aquellos resultados; se llamaba Edwin Hubble

Algunos de los asistentes a la 17ª reunión de la AAS | Fuente

Slipher siguió acumulando datos y, en 1917, tenía los espectros correspondientes a veinticinco nebulosas espirales. Sus datos revelaban que tres sistemas pequeños y Andrómeda (todos ellos objetos relativamente cercanos) se estaban acercando a la Vía Láctea, y 21 objetos más distantes se estaban alejando de ella. En 1921 añadió otras trece espirales a su lista de velocidades. Entre ellas estaba NGC 584, en la constelación de Cetus, que se alejaba a la increíble velocidad de 1.800 kilómetros por segundo, convirtiéndose en el objeto celeste más rápido descubierto hasta ese momento. Para entonces, Slipher ya estaba convencido de que las nebulosas espirales eran los universos-isla de Kant, situados más allá de la Vía Láctea; y esta no sería más que otra nebulosa espiral que nosotros vemos desde dentro.

Hoy sabemos que los datos obtenidos por Slipher suponían las primeras pruebas de la expansión del universo. Las nebulosas espirales -en realidad galaxias- no solo se alejan de nosotros, sino que se apartan unas de otras, debido a que el propio espacio se expande. En el caso particular de Andrómeda y las otras galaxias que se aproximan a nosotros, lo que ocurre es que se encuentran muy cerca de nuestra Vía Láctea y ahí predomina la fuerza de la gravedad, que las atrae.

Lo cierto es que en la década de 1910, el mundo no estaba preparado para el descubrimiento de Slipher. Albert Einstein acababa de publicar su relatividad general, y hasta 1919 no recibió un respaldo definitivo tras el famoso eclipse que verificó las predicciones de su teoría. Eso sí, algunos ya intuyeron la importancia de los datos recopilados por Slipher, aunque no supieron ver por qué. Sir Arthur Eddington incluyó estos resultados en su libro The Mathematical Theory of Relativity (1923), donde afirmaba que "uno de los problemas más sorprendentes de la cosmogonía es la gran velocidad de las nebulosas espirales".

Hubo que esperar a que Edwin Hubble combinara las velocidades de las nebulosas espirales con las distancias a cada una de ellas ("tus velocidades y mis distancias", como le diría Hubble a Slipher en una carta de 1953) para realizar uno de los grandes descubrimientos científicos del siglo XX: la expansión del universo. El propio Hubble reconoció el mérito de Slipher al afirmar que "los primeros pasos en un nuevo campo son los más difíciles y los más significativos. Una vez que se supera la barrera, el desarrollo posterior es relativamente sencillo".

Edwin Hubble, en 1931 | Fuente
BIBLIOGRAFÍA:
  1. Kragh, Helge. Historia de la cosmología. Crítica, 2008.
  2. Ostriker, Jeremiah P. y Mitton, Simon. El corazón de las tiniebas. Pasado & Presente, 2014.
  3. Sánchez Ron, José Manuel. El mundo después de la revolución. Pasado & Presente, 2014.
  4. Sing, Simon. Big Bang. Biblioteca Buridán, 2015.




jueves, 20 de octubre de 2016

William Parsons y la construcción del mayor telescopio del mundo

William Parsons (1800-1867), tercer conde de Rosse | Fuente

William Parsons nació el 17 de junio de 1800, en York, Inglaterra. De familia noble, su abuelo fue el primer Conde de Rosse y su padre tuvo un papel destacado en el parlamento irlandés desde 1782. William, tercer Conde de Rosse, estudió en Dublín y completó su formación en Oxford. Aunque nunca fue un estudiante brillante, sí demostró un notable talento en las cuestiones prácticas y acabó convirtiéndose en un habilidoso mecánico, un experimentado fundidor y un ingenioso óptico. 

Poco después de terminar sus estudios, Parsons ya había llegado a la conclusión de que apenas se habían realizado grandes avances en la construcción de telescopios desde la época dorada del astrónomo William Herschel, varias décadas atrás. El principal inconveniente es que Herschel no había dejado ni un solo detalle de sus métodos de forjado y pulido de espejos antes de morir. Quien intentara superar al maestro tendría que partir de cero y desarrollar sus propias técnicas.

El descomunal telescopio de 1,2 m, construido por Herschel en 1789 | Fuente

Parsons aceptó el reto y empezó a experimentar con una aleación de estaño y cobre, en proporción de cuatro a uno. A partir de 1828, y durante un periodo de 17 años, construyó primero un modesto telescopio reflector de 38 cm, luego otro de 61 centímetros y, por último, un telescopio de 91 centímetros, con los que consiguió unos resultados destacados. Por el camino desarrolló algunas ingeniosas mejoras, como una máquina automática de pulido del espejo, alimentada a vapor. Y todo ello lo logró sin salir de su castillo de Birr, en Parsonstown, una pequeña ciudad a 100 km de Dublín.

El castillo de Birr, en la actualidad | Fuente

Entusiasmado con sus progresos, en 1842 estaba preparado para enfrentarse al mayor desafío de su vida: construir el telescopio más grande del mundo. Se necesitaron 80 metros cúbicos de turba para fundir los ingredientes del espejo, que pesaba 4 toneladas, medía 1,8 metros de diámetro y tenía 15 cm de espesor. Solo en enfriarse tardó 6 semanas a temperatura ambiente...irlandesa. El proceso de forjado y enfriamiento era tan delicado que tuvo que repetirlo varias veces, ya que el frágil espejo se acababa fracturando en alguna de las etapas; la más dolorosa de ellas justo cuando estaba a punto de colocarlo en el telescopio. Parsons tardaría tres años en conseguir montar un espejo en el impresionante tubo de 16 metros de largo. Dicho tubo estaba colgado de dos paredes de mampostería, de 22 metros de largo y 17 de alto, que lo protegían del viento.

En 1845, tras haber invertido el equivalente a un millón de libras actuales de su propio bolsillo, Lord Rosse pudo terminar por fin su descomunal telescopio, y empezó a hacer observaciones con él. La operativa no era sencilla: mientras lord Rosse mantenía el equilibrio colgado de un andamio, varios trabajadores accionaban manivelas, plataformas y poleas para colocar el telescopio a la altura apropiada. La lucha con aquella gigantesca máquina se repetía noche tras noche, motivo por el cual llegó a ser conocida como el Leviatán de Parsonstown.

El Leviatán, en un grabado de la época | Fuente

El esfuerzo mereció la pena, ya que Rosse pudo disfrutar con una espectaculares vistas del cielo nocturno, aunque eso solo ocurría cuando el clima de Irlanda se lo permitía. El caso es que, entre nube y nube, Rosse fijó su atención en las nebulosas. Hasta entonces, los telescopios no habían sido capaces de revelar muchos detalles acerca de su naturaleza. El Leviatán de Parsonstown empezó a mostrar que éstas tenían una estructura interna bien definida. La primera nebulosa en sucumbir al Leviatán fue Messier 51, que se convirtió en objeto del dibujo asombrosamente detallado por parte de Rosse. Este pudo discernir claramente que M51 tenía una estructura espiral. El dibujo de Rosse llegó a ser muy conocido en toda Europa, e incluso se ha sugerido que inspiró a Van Gogh en la creación de su cuadro La noche estrellada.

Boceto dibujado por Rosse junto con imagen moderna de M51 | Fuente

La noche estrellada (Van Gogh, 1889) | Fuente

Aunque la verdadera naturaleza de estas nebulosas no se descubriría hasta la década de 1920, Rosse ya comprendió que éstas eran algo más que una mera nube gaseosa; algunas de ellas eran auténticas colecciones de estrellas.

El Leviatán de Parsonstown fue el telescopio más grande del mundo durante más de setenta años, cumpliendo el sueño de lord Rosse. Su fama fue tal que aparece nombrado en la novela de Julio Verne De la Tierra a la Luna (1865).

Lo cierto es que, en la práctica, el Leviatán se utilizaba muy de vez en cuando. Se podía mover arriba y abajo, pero apenas tenía juego de lado a lado, lo que limitaba mucho la región del cielo accesible. Otro problema era el clima de la región. El cielo estaba nublado la mayor parte del tiempo y la distorsión atmosférica hacía que las estrella titilaran, dificultando las observaciones. Los astrónomos aprendieron la lección y, a partir de entonces, no solo pensaron cómo construir los telescopios, sino también dónde construirlos.

En la actualidad, el Leviatán de Parsonstown ha sido restaurado en su emplazamiento original, integrado en el Museo de la Ciencia que el séptimo conde de Rosse ha abierto en el castillo de Birr.


El Leviatán, reconstruido en la actualidad | Fuente
BIBLIOGRAFÍA:

  1. Robert S. Ball (1907). Great astronomers. Sir Isaac Pitman & Sons LTD.
  2. Simon Singh (2014). Big Bang. Biblioteca Buridán.
  3. Helge Kragh (2008). Historia de la cosmología. Editorial Crítica.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Harlow Shapley (II): El Gran Debate

(Puedes leer la primera parte de esta serie en este enlace)

La nebulosa espiral M101, captada en 1916 | Fuente

Desde el siglo XIX se habían descubierto en el cielo unos objetos astronómicos que fueron bautizados como nebulosas espirales. Nadie sabía cuál era la naturaleza de estos misteriosos objetos, ni siquiera a qué distancia estaban exactamente. ¿Formaban parte de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, o ellas mismas eran galaxias con todas las de la ley? Los astrónomos del Observatorio del Monte Wilson defendían que la Vía Láctea era una enorme galaxia que contenía a todo el universo. En cambio, sus colegas del Observatorio Lick creían firmemente que las nebulosas eran galaxias por derecho propio, independientes de la Vía Láctea.

A sugerencia del astrónomo George Ellery Hale, la Academia Nacional de Ciencias de Washington reunió a ambas facciones para que debatiesen la cuestión delante de los más eminentes científicos del país. El llamado Gran Debate tuvo lugar en el Museo de Historia Natural de Washington, la noche del 26 de abril de 1920. Desde el Observatorio Lick vino Herber Curtis, un astrónomo de impecable reputación y bien conocido por la autoridad y confianza con la que se expresaba. Por parte del Observatorio del Monte Wilson acudió un joven y ambicioso astrónomo llamado Harlow Shapley. Ambos tenían 45 minutos para realizar una presentación sobre “la escala de distancias del universo”.

Shapley (izquierda) y Curtis (derecha) | Fuente

Muy pronto quedó de manifiesto que Shapley no tenía las tablas de su oponente. Estaba nervioso y simplemente leyó su presentación: diecinueve páginas escritas a máquina con algunas correcciones hechas a mano. Su enfoque era tan básico que tardó seis páginas en llegar a la definición de año luz. Curtis, por su parte, tenía su charla resumida en diapositivas, como haría cualquier conferenciante de la actualidad. Si hubiese sido por una cuestión de estilo, el ganador habría sido Curtis, sin duda.

En cuanto al contenido, cada uno de ellos tenía razón en alguno de sus argumentos y se equivocaba en otro. Shapley situaba el Sol lejos del centro de una gran galaxia, en la que las nebulosas espirales no eran más que nubes de gas repelidas por la presión de la luz de la Vía Láctea. Su principal argumento se basaba en los cálculos del astrónomo Adriaan van Maanen, que había medido el movimiento de las estrellas en algunas nebulosas espirales, de lo que dedujo -erróneamente, como se demostró luego- una distancia excesivamente próxima a la Tierra.

Adriaan van Maanen (1884-1946) | Fuente

Por su parte, Curtis estaba convencido de que la Vía Láctea era una galaxia relativamente pequeña, y que las nebulosas espirales eran galaxias muy lejanas, o universos-isla, usando el término empleado por el filósofo del siglo XVIII Immanuel Kant, quien también estaba convencido que las nebulosas espirales no pertenecían a nuestra galaxia. En su contra, colocaba al Sol en el centro de la Vía Láctea, entre otras cosas, porque no creía que las estrellas Cefeidas fuesen buenos indicadores de distancia.

Lo cierto es que no hubo un claro vencedor, y como sucede en la mayoría de los casos, el debate científico no decidió nada a falta de nuevas evidencias. Para ello, hubo que esperar a que entrara en escena un hombre destinado a cambiar la historia de la astronomía: el estadounidense Edwin Hubble.

Edwin Hubble (1889-1953) | Fuente

En 1924, Hubble identificó estrellas Cefeidas en la galaxia de Andrómeda (M31) usando el telescopio Hooker de 100 pulgadas del Observatorio Wilson. Estas estrellas permitieron estimar a Hubble que la distancia hasta M31 era de más de 900.000 años luz, mucho mayor que el tamaño propuesto por Shapley para nuestra galaxia. Cuando Hubble le escribió al año siguiente anunciándole su descubrimiento, Shapley apuntó en su diario: “Esta es la carta que ha destruido mi universo”.

La placa fotográfica en la que Hubble identificó la primera Cefeida en M31 | Fuente

A medida que se fueron calculando las distancias a otras nebulosas espirales y acumulando pruebas a su favor, hubo consenso entre los científicos que las nebulosas espirales eran galaxias muy lejanas. Aunque había acertado al destronar al Sol de su posición privilegiada en el centro de la galaxia, Shapley tuvo que admitir que estaba equivocado en el principal argumento del Gran Debate. Ahora sabemos que el universo observable se compone de miles de millones de galaxias, y que las nebulosas espirales son, en efecto, galaxias como la nuestra.

BIBLIOGRAFÍA:
  1. Simon Singh (2014). Big Bang. Biblioteca Buridán.
  2. Timothy Ferris (1990). La aventura del universo. Editorial Crítica.
  3. Harlow Shapley, Herber Curtis (1921). The scale of the universe. Bulletin of the National Research Council.
  4. Virginia Trimble (1995). The 1920 Shapley-Curtis Discussion: Background, Issues, And Aftermath. Publications of the Astronomical Society of the Pacific 107, 1133-1144.